Colina

Esas eran las tardes. El viento sacudía los árboles de cirianes y el fruto, una bola negra como cráneo carbonizado que usaban las mujeres para teñirse el pelo, se desprendía de las ramas y rodaba sobre los zurcos vacíos de granos. La colina cubierta de trigo dorado y espigas que se levantaban altivas contra el viento. Mis pies de niño hundiéndose en la hierba seca y abultada, bañada por los últimos rayos de sol. Yo estiraba los brazos, dejándome caer de espaldas sobre el colchón de hierba vieja. Llegaba el frío y las sombras en el cerro comenzaban a alargarse hasta consumir al día y entonces todo quedaba cubierto por el resplandor crepuscular. Era el momento en el que Madre y yo volviamos a casa, respirando el olor a tierra mojada y escuchando el mugido de las vacas, dándonos las buenas noches desde la majada.

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